El Pontificado del Papa Francisco se caracteriza por resaltar la Misericordia de Dios, lo ha hecho en innumerables ocasiones y celebró un Año Santo de la Misericordia. Es el papado de la misericordia.
La misericordia tiene por lo menos cuatro hechos sobresalientes: la magnanimidad, la confianza, la esperanza y la paciencia.
La magnanimidad se expresa simplemente con aquello de que nos cansamos antes de pedir perdón que Dios de perdonarnos.
La confianza se renueva en cada gesto de arrepentimiento, Dios cree en nosotros más de lo que nosotros mismos creemos en nosotros.
La esperanza se reaviva en cada perdón que recibimos: “de ahora en adelante, no peques más”, es el anhelo de Dios con el que nos levantamos.
Pero hoy quiero reflexionar sobre la cuarta condición: la paciencia de Dios.
Ese Dios que conoce la maldad y sin embargo, espera silencioso, como impotente.
Este misterio de esta actitud de Dios frente al mal es de las más difíciles de enfrentar.
¿Dónde está Dios frente a las atrocidades de la guerra?
¿Dónde está frente a las innumerables injusticias?
¿Dónde frente al hambre, la desnudez, el frío, la muerte, el dolor, el padecimiento de innumerables seres humanos?
Si pudiéramos observar desde el corazón de Dios ¿qué veríamos?
Su revelación nos presta voces que resuenan en nuestro corazón.
Dice Dios: he creado todo un mundo, todo un universo, para que goces de las maravillas que he hecho para ti.
Sin embargo, has transformado mi jardín en un lodazal; te has apropiado de la belleza exuberante de la naturaleza para venderla como un lujo inaccesibles; has usado el poder de la inteligencia para someter, ultrajar, saquear y matar; has abusado de la libertad para esclavizarte de tus pasiones.
Ven, dice Dios, observa la colección de los desmanes de la humanidad, aquí están: la piedra de Caín, el manto que cubrió la desnudez de Noé, un ánfora de agua del pozo de José, el báculo de Moisés, el cuchillo de la circuncisión de Josué, una costilla de la ballena de Jonás, un trozo del pan del templo que saqueó David, la espada con la que Salomón iba a cortar al niño, un vaso del vino que no bebió Daniel, la bandeja en la que estuvo la cabeza de Juan, el manto que se sortearon de mi Hijo, la soga de Judas, la montura de Saulo…
Todo lo he observado… y siempre he detenido mi mano.
Ahora siéntate, dice Dios.
Cierra los ojos y observa tu vida, detenida y desapasionadamente.
También te he observado… y he detenido mi mano después de cada pecado, de cada traición, de cada desliz.
Lo que he hecho con la humanidad, lo he hecho también contigo.
¿Porqué espero?
Porque al lado de cada cizaña siempre crece el trigo.
Mira a Caín cuidando el huerto de Abel, mira los abstemios descendientes de Noé, mira los santos de Israel, mira el templo que construyó el hijo de David, mira crecer al niño que iban a matar Salomón, mira a los discípulos de Juan seguir al Cristo, mira a los Romanos convertirse a la Fe del que traspasaron, mira a Saulo caer del caballo.
Mira a todos los hombres que han cultivado el jardín de las ciencias y las artes, que han unido las lenguas de los hombres, que han corrido la carrera de la vida y mantenido la Fe hasta el final.
Mira las madres que han adoptado, mira al soldado que saca el dedo del gatillo, mira las maestras que han dado su vida para que otros puedan leer, hablar y cantar las maravillas del Reino, mira los que curan los heridos, visten a los que están desnudos y alimentan los hambrientos, mira a todos los que calman mi ira y frenan mi brazo.
Mírate tú.
Mira las veces que te has levantado, las veces que has cambiado, las veces que te has comportado con nobleza.
La soberbia del hombre no radica tanto en la creencia de que no caerá, como en la desesperación de creer que no cambiará.
Mi paciencia, mi silencio, mi espera, es la manifestación de mi esperanza, dice Dios.
Yo sigo subiendo a la azotea porque mi hijo vuelve; sigo respirando agonizante al lado del camino porque el Samaritano se baja; sigo haciendo salir el sol sobre buenos y malos porque el trigo finalmente crece.
La maldad es un gesto relativamente raro y algunas veces, no todas, tiene posibilidad de ser reparado.
Te diré, dice nuestro Dios, qué está agotando mi paciencia.
La indiferencia.
Esa que mata, esclaviza, destruye, viola, traiciona, roba, aplasta, con marcada eficacia.
Me explico, dice el Señor: el Rico epulón no era malo con Lázaro, simplemente no lo veía.
Esa indiferencia hacia los que sufren, los que menos tienen, los que menos saben.
Esa indiferencia que mata a la distancia y deja morir en la proximidad.
Esa indiferencia que niega la salud, el conocimiento y la libertad a los más débiles. Esa, que transforma las cárceles en ámbitos de tortura y hacinamiento; que hace de los geriátricos un muestrario de indignidad humana; que transforma las villas en geografías de abandono y explotación.
Esa indiferencia desquiciada que destruye con avaricia mi creación.
Esa indiferencia de los buenos, está agotando mi paciencia, dice el Señor.
Esa indiferencia de las personas como tú, esa me agota más que la maldad de los que te escandalizan y aparecen en los periódicos y los portales.
El tiempo de la justicia será sorprendente, para unos y para otros, porque será el momento en que caigan las máscaras y veamos con asombro nuestro lugar en el juicio.
Ni los unos ni los otros comprenden porque están dónde están.
Aprovecha mi incomprensible e inmensa paciencia, dice nuestro Dios, para salir de tu indiferencia y ser Bienaventuranza para tus hermanos, mis hijos más desvalidos.
Sal de tu indiferencia y verás como las armas se hacen arados y el león descansa junto al buey.
Todavía tenemos tiempo, siempre hay un bien que podemos hacer, no desaprovechemos el día de hoy.
Un abrazo a la majada
Ernesto