En el capítulo V de San Mateo, el Señor propone el Sermón del Monte, dónde formula ocho aseveraciones:

1. Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.

2. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.

3. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados

4. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

5. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

6. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

7. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

8. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Una de las más profundas meditaciones sobre este texto la hizo nuestro Pastor en su exhortación Gaudete et exultate, sobre el llamado a la santidad en el mundo moderno, que te invito a leerla y releerla porque es hermosa.

Yo, te confieso, que cuando meditaba este texto siempre lo hacía desde la perspectiva de una descripción sociológica, como si los santos pudieran ser reducidos a una de las ocho categorías, y me preguntaba ¿con quién me identifico? ¿A qué grupo pertenecería eventualmente?

Pero hay otra manera de ver este sermón, y es considerarlas un camino, una vía a la perfección, dónde cada una de estas afirmaciones es un mojón de liberación personal.

Te invito a recorrerlas como un retiro, en esta Cuaresma 2022 e irte liberando en cada paso.

¿Qué significa esto?

Que no importa por cual empieces, cada una va gestando a la otra y todas ellas son las facetas, las etapas de un camino que te hace libre, puedes empezar por cualquiera e indefectiblemente se van relacionando entre sí.

Puedes elegir comenzar por cualquiera de ellas y liberarte cada día o cada semana en el ejercicio de esa Bienaventuranza.

Yo te ofrezco en las siguientes líneas el camino que a mí me parece más simple, pero con honestidad no hay uno, ni hay uno que sea mejor. 

Todas ellas son pétalos de la misma flor. 

Todas ellas expresan la vida del Espíritu en el corazón del hombre. 

Todas ellas son Gracias del mismo Dios.

Empecemos.

Si te fijas hay seis de las Bienaventuranzas que se refieren al corazón del hombre, a su interioridad, a los valores y sus padecimientos y hay dos que se refieren a la misión, a la tarea, a las actividades del hombre.

Cuando miramos al interior del hombre miramos el tiempo, a qué presta atención, que siente y piensa y cuando miramos la tarea del hombre miramos el espacio, qué realiza, en qué se emplea.

Si analizamos el interior del hombre yo empezaría por los limpios de corazón.

Éste, en mi humilde opinión, es el primer lugar que debemos analizar.

Nuestro Señor fue explícito: nada de lo que entra en el hombre lo hace impuro, es lo que sale de su corazón: “las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que contamina al hombre…” (Mt XV, 19-20)

Esta Bienaventuranza tiene dos efectos liberadores inmediatos: lleva nuestra religiosidad a nuestro corazón, lleva la oración a nuestro corazón, nos hace objeto de conversión. 

Nuestro corazón es lo primero que debe cambiar. 

Todos los signos exteriores de nuestra religiosidad serán válidos en tanto y en cuanto reflejen lo que sucede en nuestro corazón, de allí que la expresión del amor a Dios sea el amor al prójimo: “Si alguno dice “Amo a Dios” y aborrece a su hermano es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Juan IV, 20).

De tal manera que esta Bienaventuranza es la expresión de la ecología divina en el corazón del hombre, lo descontamina de falsedades, hipocresías e incoherencias. 

Esta Bienaventuranza nos libera del egocentrismo.

El hombre limpio de corazón ordena su vida, sus pasiones, sus deseos a Dios y eso le otorga una enorme libertad. 

Sigue a un Dios vivo y vive plenamente entregado a Él.

Esa condición lo hace pobre de espíritu, porque sabe que todo lo que tiene lo ha recibido en heredad y como don. 

Nada le pertenece, ni el dinero, ni los bienes, ni la vida, ni el tiempo, ni el pasado ni el futuro. 

Esta Bienaventuranza nos libera de la Fe en el dinero y la esclavitud del mercado.

La Fe en el dinero nos lleva a considerar que sólo son posibles los proyectos costo-eficientes, mensurables, financiables y la esclavitud del mercado nos lleva a cosificar y comerciar con bienes que no son mercaderías: la justicia, la educación, la vida, tienen precio para los que a todo aplican las leyes de la oferta y la demanda. La corrupción es sólo una transferencia monetaria más.

El pobre de corazón, en cambio, pone su Fe en la infinita y misteriosa sabiduría de Dios. No se puede servir a dos señores.

Se sabe instrumento indigno de su Señor y por eso su disponibilidad es absoluta: “Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad ” (Mt XXVI, 42) reza el Cristo en el Huerto.

Es un permanente presente en las manos de su Señor. 

La limpieza de corazón y la pobreza de espíritu se manifiestan en mansedumbre: aceptar la voluntad de Dios, implica que debes estar dispuesto a morir por tu Fe, pero no debes matar por tu Fe. Esto diferencia al martir del fanático. 

Esta Bienaventuranza nos libera de la ira.

El manso sufre más el daño que puede provocar que el daño que padece. “Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica” (Lc VI, 29). En los últimos cien años han muerto más mártires cristianos que a lo largo de los 19 siglos precedentes.

Pero hay muchos otros que sin perder la vida han perdido sus empleos por negarse a causar daño o a permitir que otro lo haga.

Pero la mansedumbre del padecimiento de la injusticia se complementa con una exigencia aún mayor, el manso debe otorgar el perdón a quien le ha causado daño: “Señor ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?” (Mt. XVIII,21)

La limpieza del corazón, la pobreza del espíritu y la mansedumbre no evitan el sufrimiento y de allí las lágrimas: los que lloran, serán consolados

Todo tiene un tiempo bajo el sol, también hay un tiempo de sufrimiento y hay un tiempo de consolación.

El que llora es consolado y el que consuela alguna vez ha llorado.

El consuelo es el tiempo de la compañía silenciosa en el que somos sostenidos y cobijados. 

Desde el instante de nuestro primer grito hasta el instante de nuestro último grito podemos ser consolados y podemos consolar.

Podemos hacer de nuestro corazón vivienda de nuestro próximo. 

Condolernos, conmovernos y consolarnos, son movimientos del espíritu y del cuerpo al encuentro con el que sufre.

Esta Bienaventuranza tiene un efecto inmediato, cada vez que consolamos somos consolados. El encuentro con el sufriente alivia al que sufre y también al que brinda alivio. Hace nuestra carga más liviana y nuestro yugo más tolerable.

El sufrimiento es inevitable, la indiferencia es evitable.

Esta Bienaventuranza nos libera de la indiferencia. 

De la limpieza de corazón, la pobreza, la mansedumbre y el llanto, nace el hambre y la sed de justicia

Podemos vivir mejor entre hermanos si el dolor del otro me duele, si el hambre del otro me duele, si la falta de trabajo del otro me duele, si la intemperie en la que vive el otro me duele. 

Condolerse con los padecimientos de nuestros hermanos hace clamar al cielo por justicia, con hambre y con sed.

Por eso esta es una Bienaventuranza que interroga a nuestro corazón: si tienes un corazón limpio, si eres consciente de los dones que Dios te ha regalado, si obras con mansedumbre y consuelas al sufriente, debes sentir ese anhelo de justicia. 

Eso prepara el cambio, porque primero debe cambiar nuestro corazón, ese anhelo de justicia es el primer paso para obtenerla.

Si somos capaces de perseguir la justicia como el hambriento persigue la comida o como el sediento busca el agua, tendríamos un mundo más justo y más humano.

Esta Bienaventuranza nos libra de la indolencia.

Pero es una justicia que no deja de clamar misericordia por los que cometen injusticias. 

Esto es muy interesante, porque a diferencia de la justicia vindicativa, que en su mejor expresión pesa el daño para equilibrar la reparación, la justicia de las Bienaventuranzas es misericordiosa. 

Es una justicia maternal.

Una justicia que nunca deja de amar: como Eva frente a la muerte de su hijo Abel asesinado por su hijo Caín. 

Perseguir la justicia es perseguir la conversión del agresor, del opresor, del ladrón, del aprovechador, porque no hay mayor justicia que la del hombre arrepentido. 

Todos hemos sufrido injusticias pero también las hemos llevado a cabos, todos en algún punto somos Abel pero también somos Caín. 

Todos debemos clamar por justicia e implorar por misericordia.

Esto se traduce en la anteúltima Bienaventuranza, muchas veces seremos perseguidos por perseguir esa justicia misericordiosa, que muchas veces es incomprendida.

La mayor reparación no consiste en que restituyan lo que han sustraído, corrijan lo que está desviado o priven de la libertad a los que son peligrosos, estas son reparaciones necesarias pero menores, en comparación con la conversión del corazón del criminal. 

Cuando quien ha cometido un crimen comprende la magnitud del daño que ha generado y sinceramente pide perdón, abre una vía de reparación superadora de la justicia humana. 

Porque la misericordia siempre es Divina. 

La manifestación más clara del amor de Dios al hombre no está en que lo haya creado, en que lo haya hecho a su imagen y semejanza o en que le haya dado la tierra en herencia. 

La manifestación más clara del amor de Dios está en que ha perdonado al hombre y le ha dado el cielo en herencia.

Por eso los misericordiosos son esencialmente personas conscientes de que han sido perdonadas. 

Esta Bienaventuranza nos libera de la crueldad. 

De allí la misión de trabajar por la paz incansablemente como expresión del hombre libre.

Si las Bienaventuranzas nos liberan de la servidumbre a nuestras pasiones, de nuestra Fe en el dinero, de la ira, de la indiferencia, de la venganza y nos lleva a anhelar la justicia, es porque de allí nace la paz.

La paz en la tierra es el nombre del Reino de Dios. Cuando pedimos “Que venga tu reino” (Lc XI, 2) lo que estamos pidiendo es que venga la paz, que al decir de Isaías el cordero pueda estar junto al león y que las espadas se transformen en azadas.

La paz en nuestro corazón nos hace comprender que la voluntad de Dios es misteriosa y que detrás de cada dolor hay alegría. 

La paz en nuestra familia nos hace desterrar la violencia doméstica.

La paz con nuestros vecinos nos permite resolver los problemas mediante el diálogo y el encuentro.

El trabajo por la paz es cotidiano, permanente e inacabable, porque siempre debemos estar desbrozando nuestro corazón de la cizaña de la envidia, la maledicencia, la mentira y el egoísmo de “creernos como dioses”.

La ventaja de vivir en paz, es que un día, si Dios quiere, nos podremos ir en paz.

Esta Bienaventuranza nos libra de la violencia.

Que disfrutes de una vida plena de Bienaventuranzas que te liberen de las esclavitudes de este mundo, porque son más fuertes que cualquier cadena a la que estés atado y con la ayuda de Dios puedes romperlas a todas ellas.

 

Un abrazo a la majada

Ernesto

 

 

 

Foto de Victor Freitas en Pexels