Era una siesta Tucumana típica de un verano esplendoroso.
El lugar era a la sombra de un sauce llorón que se levantaba medio enclenque a la orilla de un arroyo de vertiente que discurría displicente detrás del colmenar del Siambón.
El Siambón es un monasterio benedictino que está enclavado en Raco, en las afueras de la provincia en que nací. En su camposanto descansan los huesos de mi maestro y muchas veces visité ese lugar porque mi padre iba a menudo a fotografiar escenas escondidas en los muros o los alrededores del monasterio.
Mi lugar preferido era ese recodo detrás las colmenas de Juan Vicente.
No recuerdo que edad tenía, pero son esos años en que todo es seguro. El mundo cabe en lo que alcanza la vista y las preocupaciones no van más allá de la merienda.
Estaba en esas cavilaciones infantiles ocupado en saber a que hormiga se le caería la hoja que llevaba enhiesta y tambaleante (nunca acerté) cuando uno de los monjes se acercó caminando.
“¿Fresco?” preguntó, con una erre gutural.
“A la sombra” le contesté, el sol había puesto el termómetro como a cuarenta y la sensación térmica en cincuenta mil.
Se sentó, se sacó el morral, se descalzó y metió los pies en el agua del arroyo y su rostro se relajó en una franca sonrisa. Hay placeres indescriptibles, sólo un caminante en la siesta tucumana sabe lo que es sentir el frescor del agua naciente en los pies. Es un instante que uno desearía que fuera eterno.
Comenzamos a charlar, o más bien él charlaba y yo escuchaba. Del morral entreabierto asomaba una cajita, que yo supuse era para las hostias, y ni lerdo ni perezoso le pregunté si ahí llevaba las cosas para la celebración de la misa.
“Efectivamente” me dijo porque la misa se celebra toda la vida y esa cajita llevaba la colección de los momentos más importantes de su vida.
La colección de sus fracasos.
Sacó la cajita y comenzó a desplegar uno a uno su contenido:
Esta es la última hoja del jardín del Edén.
Esta bolsita contiene ceniza del sacrificio de Abel.
Esta otra, la coleccioné cuarenta años, tiene arena de cada duna en la que creímos ver la tierra prometida.
Aquí tienes el talento escondido.
Este fragmento de piedra es del despeñadero al que quisieron tirarme después del primer sermón.
Una bellota del hijo perdido
Una moneda de plata de Judas
Una espina con la que me coronaron
Una hebra del manto que se sortearon
Una lágrima de Pedro.
Volvió a guardarlos uno a uno, con gran delicadeza.
Cada fracaso contiene la dignidad del intento.
Cada cicatriz encierra la suerte del sobreviviente.
Cada arruga es un trazo indeleble de la experiencia.
Eso me dijo el desconocido y yo lo aprendí apenas entrado en la adolescencia.
Se calzó, se colocó el morral, se levantó y me dijo: alguna vez volveremos a encontrarnos y te pediré que me muestres tu colección de fracasos.
Luego me dio la espalda y continúo su camino.
Un abrazo a la majada.
Ernesto
Foto de Adrianna Calvo en Pexels
Te puede interesar
Reviví